De escudos y flechitas: la convicción del soldado

Ef. 6:16
"Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno"


Mi enemigo no es un ser simple. Sus artimañas son muy astutas. Él prefiere atacar escondido, sin dejarse ver, de manera que yo no sepa que está al acecho.

Su disparos son de fuego. Cada una de sus saetas están prendidas, porque quiere que, si no me mata, me hiera de alguna forma, y que pierda la resistencia de mi armadura. Además, sabe que no soy perfecto y que muchas veces puedo no haber salido con toda la armadura.

Las heridas que producen sus flechas son muy feas. Teniendo la bendición de que no me haya alcanzado alguna de pleno, la herida puede ser superficial, pero siempre causa ardor. Debe ser lavada en agua cristalina y con mucho cuidado, y, aunque el dolor termina pasando, sale una ampolla que muestra dónde rozó el dardo y queda una cicatriz para recordar que no saldré ileso de una batalla tan ardua.

Sin embargo, si me alcanza de lleno el disparo, el fuego puede carcomer parte de mi carne y, de haber llegado muy profundo, la saeta me hará una perforación en algún órgano. Es entonces, cuando debo salir de la batalla, reconocer que no puedo solo y buscar ser atendido tras las filas, levantado nuevamente y repuesto en mi posición, con la responsabilidad de no volver a estar desprevenido, o incompleto.

Incompleto porque mi escudo sirve para detener estos dardos y, si es que alguno de ellos me ha caído, quiere decir que no lo he estado usando bien.

Ni por el pecado ni por el desánimo, debo ser golpeado. El escudo de la fe que todo soldado del Ejército de la Cruz debe tener tendría que ser más que suficiente para apagar todos los dardos de fuego del enemigo, incluso desde antes que salgan de su ballesta.

La fe, que es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve, es aquel nexo con mi General. Es mi seguridad en Cristo, la seguridad en el contrato de permanencia en este Ejército.

Esa fe no es débil, y apaga TODOS los ataques y embistes de fuego del enemigo. Claro, siempre y cuando yo la use y salga con ese escudo diariamente.

Hoy, no quiero salir como siemrpe salgo, osea, con dudas o temores sobre esto o aquello. El enemigo utiliza estas dudas para destruir mi vida y debilitarme. Necesito estar fuerte, necesito portar mi escudo. Necesito permanecer en fe.

Por el contrario, hoy quiero revestirme de fe. Asegurarme que mi escudo cubra todo mi cuerpo, como cuando se marcha en las incursiones y uno forma parte del grupo acorazado. De esa forma, la fe que mi General Supremo ha puesto en mí, respaldará mi campaña contra el enemigo.

Yo quiero hoy cubrirme en la fe de Jesucristo, que no avergüenza. En la fe del Hijo de Dios, que mueve montañas al mar, que sana enfermos, que envía fuego del cielo, que detiene los días, que resucita muertos, que libera oprimidos, que separa mares y detiene ríos, que otorga sustento. La fe que tengo por aquel que me salvó.

Dios nos bendiga hoy con más fe de la que conocemos en nosotros mismos.

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